A veces, dentro de nosotros está la verdadera respuesta a la pregunta más difícil.
Sólo hay que mirar ...
Y aquél día, amanecí cansado. Probablemente por haber dormido poco ... ay ... las cervezas de anoche ...
Ahora recuerdo aquél bar ... qué buena música pusieron ...
Eso pasa por sentir el mar tan cerca. Abrir la ventana y verlo, respirarlo, escucharlo ... Imposible resistirse. Hay que acercarse.
Uno de los grandes momentos de ir a la playa, es ese en el que empiezas a pisar arena. Te quitas las chanclas (primordial pisar tierra) y, si no quema mucho por el sol, comienzas a disfrutar del paseo hacia la orilla.
Es como un ritual. Cada vez estás más cerca, ya queda menos ... cuando por fin, el agua baña tus pies. Da igual que sea enero y el agua esté congelada, la sensación va invadiéndote: "ya he llegado", piensas.
Y a partir de entonces, es como si ya se pudiera disfrutar, como si hubieran dado la salida a una (inexistente) carrera, en la que no es necesario correr.
Las olas van haciendo su trabajo, van metiendo su sonido poco a poco en nuestra cabeza, hasta que llega a pasar casi desapercibido, como si formara parte de nosotros. ¡Eh!, ¡espera un momento! ... escucha ... a ver ... eeeeh .. ahí están ... ¡menos mal!, ya me quedo más tranquilo.
El tacto es tan reconfortante ... pisar tierra, pisar "casa", llenarnos la mano con un puñado de arena y soltarla poco a poco, como si no quisiéramos que se fuera nunca.
Y el aire nos acaricia. Nos acerca el olor del agua salada, el olor de la amplitud y la verdad.
Todo lo que nos rodea "juega" con nosotros, y nosotros con el entorno.
La arena se pega al cuerpo, nos acompaña en cada movimiento; el aire nos conduce la mirada, mientras el aroma nos inspira; el agua nos sostiene y nos enriquece.
Multitud de estados de ánimo, infinidad de problemas e ilusiones, encuentran su razón de ser, su solución, su origen o su final ... en la playa.
Salvaje, calmada, fría o cálida, nos ofrece lo que tiene, sin más. Será problema nuestro si no aprovechamos lo que nos brinda, o si lo malgastamos, creyendo que ni siente ni padece.
Pero mi momento favorito comienza cuando el sol decide marcharse, dando entrada a su momentánea amiga la luna. No soy capaz de medir ese instante, y cuando llega, sólo quiero que no acabe.
La quietud va, poco a poco, haciéndose dueña de la situación, transformando la animación del día en pacífico atardecer. Es, en ese momento, cuando saboreo más intensamente todas las sensaciones, todo el juego anterior.
Lo que nos descolocó y nos revolucionó, sin sentido aparente, cobra significado al encontrarnos solos. La playa deja de ser motor, para ser balsa en la que paladear lo bueno de la experiencia.
Ahí vienen las dudas ... ¿Podré volver mañana?, ¿hará buen tiempo o nos sorprenderá una tormenta?
Nada importa cuando cierras los ojos, dejándote acariciar por el aire, la arena y el agua. A tu mente acuden de golpe, trozos de autenticidad que te darán fuerzas para seguir creyendo ...
Y aquél día, amanecí cansado. Probablemente por haber dormido poco ... saboreando una "intoxicación", no precisamente etílica.
Confiar en los pasos de alguien, como el que pisa la arena. Encontrarse "en casa" al sentir el calor desprendido sin sudar. Escuchar una voz reconfortante, como aquél que escucha las olas. Dejarse abrazar por quien te comprende, como quien se deja abrazar por el viento. Disfrutar con las emociones, como el que se deja mecer por el agua ...
Éstas y el resto de sensaciones, son un regalo.
La vida, al igual que la playa, nos pone a prueba constantemente. Nos pone todo al alcance de la mano. Nos brinda posibilidades, relaciones, conexiones ...
Y como al atardecer en la playa, sólo dependerá de ti querer volver mañana.
Nos vemos.
Sólo hay que mirar ...
Y aquél día, amanecí cansado. Probablemente por haber dormido poco ... ay ... las cervezas de anoche ...
Ahora recuerdo aquél bar ... qué buena música pusieron ...
Eso pasa por sentir el mar tan cerca. Abrir la ventana y verlo, respirarlo, escucharlo ... Imposible resistirse. Hay que acercarse.
Uno de los grandes momentos de ir a la playa, es ese en el que empiezas a pisar arena. Te quitas las chanclas (primordial pisar tierra) y, si no quema mucho por el sol, comienzas a disfrutar del paseo hacia la orilla.
Es como un ritual. Cada vez estás más cerca, ya queda menos ... cuando por fin, el agua baña tus pies. Da igual que sea enero y el agua esté congelada, la sensación va invadiéndote: "ya he llegado", piensas.
Y a partir de entonces, es como si ya se pudiera disfrutar, como si hubieran dado la salida a una (inexistente) carrera, en la que no es necesario correr.
Las olas van haciendo su trabajo, van metiendo su sonido poco a poco en nuestra cabeza, hasta que llega a pasar casi desapercibido, como si formara parte de nosotros. ¡Eh!, ¡espera un momento! ... escucha ... a ver ... eeeeh .. ahí están ... ¡menos mal!, ya me quedo más tranquilo.
El tacto es tan reconfortante ... pisar tierra, pisar "casa", llenarnos la mano con un puñado de arena y soltarla poco a poco, como si no quisiéramos que se fuera nunca.
Y el aire nos acaricia. Nos acerca el olor del agua salada, el olor de la amplitud y la verdad.
Todo lo que nos rodea "juega" con nosotros, y nosotros con el entorno.
La arena se pega al cuerpo, nos acompaña en cada movimiento; el aire nos conduce la mirada, mientras el aroma nos inspira; el agua nos sostiene y nos enriquece.
Multitud de estados de ánimo, infinidad de problemas e ilusiones, encuentran su razón de ser, su solución, su origen o su final ... en la playa.
Salvaje, calmada, fría o cálida, nos ofrece lo que tiene, sin más. Será problema nuestro si no aprovechamos lo que nos brinda, o si lo malgastamos, creyendo que ni siente ni padece.
Pero mi momento favorito comienza cuando el sol decide marcharse, dando entrada a su momentánea amiga la luna. No soy capaz de medir ese instante, y cuando llega, sólo quiero que no acabe.
La quietud va, poco a poco, haciéndose dueña de la situación, transformando la animación del día en pacífico atardecer. Es, en ese momento, cuando saboreo más intensamente todas las sensaciones, todo el juego anterior.
Lo que nos descolocó y nos revolucionó, sin sentido aparente, cobra significado al encontrarnos solos. La playa deja de ser motor, para ser balsa en la que paladear lo bueno de la experiencia.
Ahí vienen las dudas ... ¿Podré volver mañana?, ¿hará buen tiempo o nos sorprenderá una tormenta?
Nada importa cuando cierras los ojos, dejándote acariciar por el aire, la arena y el agua. A tu mente acuden de golpe, trozos de autenticidad que te darán fuerzas para seguir creyendo ...
Y aquél día, amanecí cansado. Probablemente por haber dormido poco ... saboreando una "intoxicación", no precisamente etílica.
Confiar en los pasos de alguien, como el que pisa la arena. Encontrarse "en casa" al sentir el calor desprendido sin sudar. Escuchar una voz reconfortante, como aquél que escucha las olas. Dejarse abrazar por quien te comprende, como quien se deja abrazar por el viento. Disfrutar con las emociones, como el que se deja mecer por el agua ...
Éstas y el resto de sensaciones, son un regalo.
La vida, al igual que la playa, nos pone a prueba constantemente. Nos pone todo al alcance de la mano. Nos brinda posibilidades, relaciones, conexiones ...
Y como al atardecer en la playa, sólo dependerá de ti querer volver mañana.
Nos vemos.
Comentarios
un beso enorme
Mentxu
Me alegra que te guste, de verdad.
Espero seguir "a la altura", jeje.
Un beso!